El periódico daba cuenta ayer de un cambio de tendencia electoral y el editorial vinculaba ese cambio a los «escándalos» del Gobierno. El escándalo es uno de los fenómenos más característicos de las democracias contemporáneas. En su libro clásico sobre el tema, John Thompson explicó que no había pruebas de que la clase política que protagonizaba el cambio de siglo fuera más ética que las anteriores. Simplemente, se había producido un cambio estructural: la vida se había vuelto mucho más visible por la proliferación de medios de comunicación más concienciados en su función de controlar el poder. Esa visibilidad ha alcanzado hoy niveles paroxísticos con las redes sociales.
Han pasado más de 20 años desde que Thompson publicara su libro y los partidos han aprendido a manejar el efecto de los escándalos en su credibilidad. En el mundo anglosajón la responsabilidad del gobernante que se desvía de la norma recae sobre la opinión pública y el cuerpo electoral. Por eso, como nos ha enseñado Eloy García, en esas sociedades es tan importante la transparencia. En la Europa continental, la lucha contra la corrupción se enfoca, sobre todo, en una confusa mezcla de responsabilidades políticas y jurídicas. En España ya no recordamos la última vez que un político dimitió como consecuencia de un escándalo, porque el compromiso con la sociedad y los votantes ha terminado agotándose en la condena judicial.
Dudo bastante que los casos que azotan al actual Gobierno -la familia del presidente, la trama de Aldama y el cuestionable proceder del fiscal general del Estado- terminen castigados ante los tribunales. Mucho ruido y pocas nueces. Además, la sociedad española ha demostrado desde hace cuatro décadas su indiferencia hacia la corrupción. Haríamos bien en recordar que los Gobiernos de González y de Rajoy, asolados por conductas injustificables, no sufrieron grandes castigos electorales, sino que cayeron por desgaste político y una moción de censura defendida por Ábalos. ¿Quién da más? Pero hay un último elemento de la administración periodística del escándalo que suele olvidarse y me parece clave: si proliferan y, además, son triviales, terminan por no influir en los procesos que condicionan la política.